En aquella época, todo el cielo era un desordenado enigma. No encajaba
ni una certeza en aquel embrollo de dudas.
Después de que la bóveda celeste lo anunciara, el viento comenzó a
golpear eufóricamente sobre los árboles, que uno a uno fueron cediendo ante la
magnánima fuerza que los avasallaba.
Al parecer, era sólo el principio. Los médanos fueron desterrados hacia
zonas desconocidas. Algunos volaron hasta cerca de la estratósfera, lo que
provocaba que junto con la luz del sol, una parte
del cielo se tiñiera de ámbar.
Era una tormenta catastrófica e
inimaginable, pero allí estaba el sol, colándose por un resquicio, sin que tal
vez nadie lo haya notado. Porque él no quería la tormenta, pero en definitiva
sabía que toda la tierra debía pasarla para luego apreciar su calor con más
intensidad. No pudo oponerse a la ley natural de la vida. Nadie puede, ni los
astros.
En
este cataclismo sideral empezaron de pronto los rayos a descender con furia
sobre las ciudades. Los edificios más altos y antiguos eran los más elegidos, y
así se derrumbaban uno tras otro. No había ni atisbo de piedad en ese infierno
celestial. La ley de la vida estaba hablando: para seguir viviendo, era
necesario reconstruir todo.
Fue un día eterno, y ningún humano pensamiento quedó con vida. Pero luego, de las cenizas y el humo generado por las explosiones eléctricas, surgieron plantas de todos los colores, que en pocas horas cumplían con todas sus etapas: asomaban sus brotes, crecían sus tallos, daban hojas y florecían. Todos los seres empezaron a nacer de la misma manera en cada rincón del planeta y, luego de un nuevo amanecer, la tierra era un espectro de iridiscencias nunca antes imaginable.
De todo ese caos, nació un amor infinito,
que nunca nadie más se atrevió a arrebatar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario