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domingo, 20 de diciembre de 2020

Relato literario escrito por Graciela Casina

 

SOLTAR EL CUERPO Y AGARRAR EL ALMA  


  Esta es una de las tantas historias de gente común que, con no poca monotonía, transita los días de su vida continuando los trabajos familiares que sus abuelos habían iniciado desde su llegada a América, en este caso a tierras bañadas por el Río de la plata. Esta región geográfica fue algún día una provincia de Argentina, hasta que decidió separarse, convirtiéndose en el país Uruguay.
    En su capital, Montevideo, residía Miguel Guzmán, casado, con dos hijos varones. Él llevaba adelante el negocio heredado de venta de repuestos de automóviles y máquinas del agro, hoy transformado en agencia de vehículos de todas las marcas, repuestos en general y autopartes.

   Día tras día, Miguel desconectaba la alarma de su negocio para introducir la llave en la cerradura, abrir y así entrar por millonésima vez en su local. Fue descubriendo, año tras año, las estrategias para ser un excelente vendedor y conformar a su nutrida y variada clientela. Siendo gerente general único, sólo y famoso por su carrera económica tan progresista y brillante, se convirtió en un hábil y diestro personaje de las finanzas. Había hecho bastante dinero. También inversiones en inmuebles y viajes por el mundo con su familia, de quienes disfrutaba mucho. Amaba la geografía, la historia y el arte. Su ciclo vital se deslizaba bajo circunstancias que, si bien a veces resultaban complejas, no lo eran tanto, ya que los años le habían otorgado capacidad y soltura para sortearlas sin mayores complicaciones.

   Más la regular comunicación con su primo peruano (por adopción), independiente, antropólogo y descolgado por su propia voluntad del sistema imperante, revivía las experiencias que habían compartido juntos en la infancia. Venían a su mente el campo, los bosquecillos, los arroyos, las máquinas cosechadoras, las quintas con frutas y verduras, los pájaros construyendo con barro y paja, los amaneceres y puestas de sol sobre el ancho horizonte –luminoso y sideral- y todos los sueños soñados de niño. ¡Cuánta blandura en su pecho! ¡Cuánto gozo de colores y aromas de frutos maduros! ¡Cuánta ternura junto a los campesinos! ¿A dónde había quedado todo aquello? ¿Qué hacía entre fríos hierros de vehículos y repuestos ocasionales que les entregaba a sus demandantes clientes?. Sintió la sangre en su cuerpo, el palpitar de sus sentidos desbordándose desorganizado. “¿Quién soy? ¿Soy este o aquél?.. No lo sé”. Y así terminó un nuevo día recogiéndose en su hogar, desasosegado y lleno de dudas.

   Otra vez sonó el despertador. Aún dormido, bajo la ducha, volvió a resonar la pregunta, que no se había apagado en su interior a pesar del dormir profundo. “¿Cuál de ellos soy?”. Su primo, amante de la naturaleza, y motivado por vestigios que lleva en su ADN de un antepasado Inca, se fue a vivir a una comunidad indígena en la pre-cordillera Andina, en donde además de cultivar orgánicamente sus alimentos y hierbas medicinales, disfruta desarrollando sus talentos, modelando cacharros de cerámica a veces y otras tejiendo cálidas mantas de vicuña y guanaco.

   Estando Miguel abstraído en sus actividades habituales, una bella tarde de Julio, recibe de pronto una nueva llamada de su querido pariente, quien, a modo de reencuentro, lo invita a presenciar la fiesta tradicional de la PACHAMAMA KAYNI, que estaba próxima a celebrarse en el mes siguiente. Se trata de la celebración más grande de América del Sur, que se lleva a cabo el primero de Agosto de cada año, día de la “CORPACHADA”. La ceremonia tiene como objetivo reforzar y restablecer el vínculo de reciprocidad entre la humanidad y la madre tierra. Procura borrar las fronteras entre Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Perú, en un vínculo sagrado y ancestral que remite a nuestras culturas originarias andinas, porque estos países pertenecieron a la confederación del Tahuantinsuyo, mal llamado Imperio Incaico. Su primo le cuenta que, según la cosmovisión andina del COLLASUYU, en el mes de los vientos, Agosto, la tierra se despierta y lo mueve todo, y ahí están sus hijos e hijas para celebrar con cantos y alimentos el SUMAKAWAY, el “Buen vivir”.
   Miguel lo escucha atentamente y siente que algo lo enfrenta a sí mismo. Una descarga de imágenes calladamente guardadas estallan, sacándolo del letargo en que vivía. Siente que no sabe lo que es ser feliz, tampoco libre, que todo lo que posee lo posee, que no goza de lo que hace, que su vida es constante monotonía existencial, y que está apegado a ese estilo de vida por miedo a perder aquello que le pareció un gran logro: multiplicar posesiones heredadas y aún modernizarlas al ritmo de los cambios económicos del país y del mundo; una verdadera acrobacia financiera. Hasta su matrimonio había sido para beneficiarse. Era joven, y no se dio cuenta de los inconvenientes que le acarrearía compartir vida y cama con alguien de diferente sensibilidad. Porque en aquella época, aún a flor de piel sentía amor por la naturaleza y el arte, aunque jamás se había percatado de esto último y de su capacidad de asombrarse con la belleza.

    Sus hijos habían sido su esperanza para compartir, dialogar y ser compinches de aventuras, cosa que nunca logró con su esposa. La crianza con amor, ese amor que hubiera tenido que generarse junto con la madre de ellos, no existió; a cambio de eso le dieron todo aquello que pedían, los más variados juguetes de moda, ropa fashion, zapatillas de marca, etc, y hasta amigos del mismo estatus socioeconómico. Uno de sus hijos, el más sensible, aún manifiesta falta de autoestima e incertidumbre por ausencia de afectos. El otro, más mental y egocéntrico, también por su inseguridad, desde la adolescencia mostró condiciones comerciales y se preparó para ser continuador del patrimonio familiar.

   Luego de un largo silencio, con las puertas abiertas de su alma, decide aceptar la invitación, y emprender un viaje Perú solo.


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   Desde que abordó el avión, se sintió transportado a otros tiempos y espacios, como en su juventud. Luego su mente, ya relajada, entró poco a poco en una gran paz y recordó cuánto gozaba los juegos y aventuras con su primo. ¿“Habría cambiado su cabellera roja con los años?”, pensó. ¡Hacía tanto que no lo veía! Ansiaba llegar.

  El vuelo salió del aeropuerto de Carrasco y atravesó Brasil, Paraguay y las altas cumbres andinas que, desde arriba y entre nubes, se veían muy pequeñas. Y en el Callao, aeropuerto de Lima, aterrizó. Cuando pisó suelo peruano, percibió una energía diferente. Sintió una gran levedad. Flotaba y sonreía involuntariamente. Pasó migraciones, la aduana y, bajando hacia el hall central por la escalera mecánica, vio entre la multitud un sombrero tipo texano de paja que se agitaba. Emergía entre los carteles que se alzaban con nombres y entre batidas de manos y pañuelos. Quien sostenía el sombrero tenía el rostro tierra, rústico, curtido por el sol, con larga cabellera roja, entrecana, ancha sonrisa y ojos resplandecientes. Lo había detectado a Miguel y le hacía señas. “¿Será posible que después de 30 años, pálido y gordito como estoy, alguien pueda reconocer a ese Miguel que fui?”, pensó. Se le aceleró el corazón, lo que le anticipaba que nunca olvidaría ese día tan especial. El reencuentro fue muy gratificante.

   En la camioneta de Osvaldo, su primo, partieron hacia Cuzco, donde él residía. No pararon de hablar ni un solo segundo, ¡había tanto que contarse!. Después de unos cuantos kilómetros y horas de viaje, llegaron a una zona de senderos entre montañas. Éstos los conducirían a una villa de casas de adobe rodeada de cultivos diversos -maíz, papas, zapallos-, frutales y flores, entre otras cosas. A la sombra de las higueras se podía ver a las tejedoras que, abismadas en su trabajo, creaban guardas étnicas para sus ropas y ponchos. En la playita junto al río Urubamba, y a los pies del Vilcabamba, jugaban a la pelota los niños. Algunos curiosos se asomaron y el chamán de la comunidad se acercó para darle una especial bienvenida, rociándolo con agua y esencias sagrados, como era habitual.

    En los días que continuaron, Miguel se despertaba admirando la belleza del paisaje y de amaneceres con el sol surgiendo entre montañas, el canto de los pájaros, sonidos de otros animales y pastores arriando rebaños. Ayudaba en la recolección de los frutos de la tierra y hasta amasó barro para ampliar la casa de su primo y para la construcción de otras dependencias de adobe. También para la creación de vasijas, ollas, cazuelas y jarras cantoras de barro y cerámica, ya que para el festejo de la PACHAMAMA serían utilizadas para transportar las ofrendas de hojas de coca, granos, frutos en general, confituras, licores elaborados con cereales, etc. Cada día se compenetraba más con las actividades de la comunidad, educía la historia de ese pueblo escuchando leyendas ancestrales y aprendía de todo, hasta de los cantos de los niños, que trinaban versos que contenían las raíces incas para que éstas no se pierdan. Por las noches, la luna y las estrellas parecían estar ahí al alcance de sus manos y algo involuntario a él lo invitaba a cantar coplas chayeras en Quechua, que acompañaba con sonidos rítmicos de una caja. Y ya no dudaba. Su perspicacia le decía que era el “hijo pródigo” regresando a su hogar. Experimentaba la auténtica felicidad, que nunca antes había sentido.

   El esperado Primero de Agosto, día de la CORPACHADA, llegó. Después de bañarse al alba en un desvío del río Urubamba, entre piedras desgastadas que formaban una pileta natural por el continuo fluir del agua, vistió ropas típicas, calzó ojotas y sombrero de fieltro y se confundió con los campesinos, que ese día no trabajaban para ir a festejar. Era uno de ellos, tocando la zampoña y bailando. Él sentía que esta ceremonia era su tradición y su cultura. Empezó a recordarlo todo, como si un libro se hubiera abierto en su corazón.

  Honrado se sintió cuando le ofrecieron, junto a su primo y otros, que cavaran el pozo sagrado para que luego las parejas se acercaran a colocar los alimentos naturales que habían sido preparados con sumo respeto; las hojas de coca primero, luego el tabaco picado, semillas, bebidas de plantas y árboles como aloja de algarroba, chañar, mistol, pigueñil y chal-chal. También chicha de maíz y de maní, y frutas. A partir de ese momento se ahúma la tierra y ese sitio pasa a ser una Apacheta, lugar de trabajo espiritual, lugar de armonía, lugar de salud. Al ocultarse el sol y terminar de quemarse los leños, finaliza la ceremonia, y todos regresan deseando en su interior la aprobación y el cumplimiento de aquellas leyes que permitan a los miembros de la comunidad el pleno ejercicio de su cultura y tradición milenaria.

   Miguel llegó exhausto a su habitación y, consciente de que muchas de sus pieles se habían caído, sintiéndose pleno, se durmió profundamente.

   Al día siguiente aún escuchaba en sus oídos la música de los muchos instrumentos, y una ráfaga de aire con aroma de hierbas que bajaba de los cerros, le trajo un claro mensaje: “Este es tu lugar”. Decidió que así sería y se lo transmitió a su primo. A éste no le asombró la noticia, es más, casi, la esperaba. Durante largo rato conversaron y planificaron un poco su futuro, compartiendo sendos y sabrosos platos de comida típica, hechos con productos de la huerta. Osvaldo, encantado con esta decisión, le ofreció compartir todos los bienes que poseía. Luego, le comunicaron la buena nueva al TAYTA, “Hombre Sabio”, presidente de la organización MINKAKUY TAWANTISUNYUPAQ, célebre por ser orador, trasmisor y celoso guardián la lengua, la cultura y las leyes del lugar.

   Sólo le quedaba regresar a su Montevideo natal para comunicárselo a su familia y dejar a cargo del negocio a su hijo mayor, que estaba muy bien preparado en Administración de Empresas. Éste había manifestado ya talento y deseos de llevar adelanto el comercio, por lo tanto se reducía para Miguel la problemática en este aspecto. El hijo menor, encargado del sector mayorista, tampoco resultaba ser un inconveniente. Quizás la ausencia de su padre, en principio, los afectara, pero con el transcurso de los días toda marejada emocional se amortiguaría.  Y así fue que al verlo  personalmente y observar el rostro distendido de su padre, con ojos brillantes, bronceado por el sol, seguro y sonriente, aceptaron sin más su decisión. Mucho después, surgieron algunos interrogantes que eran inevitables.

   En cuanto a su esposa, que había sido siempre tan apática y desinteresada, apegada al celular y noticieros sensacionalistas del televisor, la sensación que experimentó fue como la de un chubasco helado. Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas pero, después de un profundo suspiro, la angustia se desbloqueó y recordó que en sus juventud hacer artesanías, y en particular las textiles, le encantaba. ¿Por qué no probar retomando aquello en su lugar originario?. El cambio geográfico sería duro, no lo dudaba. Más lo intentaría.

    Después de organizarlo todo y despedirse de amigos, clientes y otros familiares, una tarde de Octubre abordó con su mujer el avión de regreso a Lima, donde estaría Osvaldo esperando como la vez pasada. Cuando llegaron, recibieron la noticia de que le habían designado unas hermosas parcelas de tierra con canales de agua, que limitaban más allá con un bello lago transparente y azul. Su esposa vio con sorpresa que, rodeada de tanta belleza, después de haber visitado ese lugar indescriptible que es el MACHU-PICHU, galerías de arte y lugares milenarios que fuertemente despertaron dentro de ella potenciales dormidos de creatividad, se convirtió en orientadora artística, facilitando e impulsando la venta de objetos que se ofrecen a los turistas: prendas de vestir étnicas, algo estilizadas, que comenzaron a exportar con gran éxito. 

    En cuanto a Miguel, ofreció a la comunidad su habilidad en el manejo comercial para mejorar la economía sustentable. Su primo lo ayudó a conocer la cultura biodinámica y, posteriormente, a trabajar la tierra. Y juntos iniciaron un emprendimiento de comedor comunitario, para alimentar a familias de otras comunidades menos favorecidas.  Construyó su propia casa de adobe con ayuda de los campesinos y grande fue su alegría cuando recibió la noticia de que pronto sería abuelo y que su hijo menor lo visitaría, ya que estaba interesado en recorrer aquellas tierras, pues su sensibilidad estaba despertando cada vez más y lo incitaba a conocer y valorar lo que sus padres estaban viviendo. Luego viajaría su hijo mayor.  

    Y… ¡Qué mas! Se descalzó para estar más conectado a la tierra, caminó hacia el lago y, acostándose sobre la hierba con los brazos abiertos, contempló ese cielo tan azul, donde ocasionalmente una bandada de garzas moras surcaba el espacio en formación hacia el lugar en donde se originaban las múltiples cascadas que habitaban el lugar.  Así se cumplía lo que soñó, y el BUEN VIVIR LO INVADIÓ. Soltó su cuerpo, y agarró con fuerza su alma. Y así quedó.

 

GRACIELA CASINA    -   19-12-2020  -   AÑO PRE-BISAGRA   





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