La poesía es la reina de la libertad.
Cuando me quedo en silencio, ella se lanza sobre mí como si de una presa se tratase. Comienza a jugar con mis sueños. Se enreda entre mis emociones y baila entre los espacios que se forman en mis pensamientos. Toma mi ser como su hogar, y realmente lo es, pero yo no lo sé hasta que ella me lo recuerda.
Y si puedo mantener ese silencio, ella se acuesta conmigo. Me enseña a dibujar poemas, a transcribir el lenguaje del inconsciente. Me muestra cómo ser dueño de mi realidad a través de imaginarios cánticos en forma de palabras extravagantes, altivas, risueñas, eternas, volátiles pero profundas como el mismísimo dolor. Me baña con su magia, limpiando cada aspecto de mí que aún no comprenda su dialecto.
La poesía es la reina de mi alma cuando soy libre. Puede dirigirla a puro gusto. No tiene nada que esconder. Es transparente como la respiración y suave como el agua. Tiene todo lo que necesito para no pensar en nada más.
Y, por si todo esto fuera poco, ella me lleva a conectar con mi raíz más preciada: el amor del que estoy hecho. Un amor puro, real, tangible, que no depende de nada ni de nadie, que sólo es y magnéticamente vibra y atrae porque esa es su naturaleza: transformarlo todo, elevarlo todo. Octavizar la vida cada día. Sutilizar lo denso, de instante en instante. Señalizar el camino hacia la fuente, hacia el origen del origen, hacia el punto de salto.
¿Cómo no rendirse ante ella? ¿Cómo no dejarla pasar y ofrecerle cobijo y comida?
¿Cómo obviar la atracción que sentimos hacia lo amado?
Al menos ahora sé que ya no estoy sólo, pues ella, cada vez que yo se lo permito, camina y caminará a mi lado.
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