martes, 17 de septiembre de 2019

EL ASOMBRO DE LA SOMBRA II: La noche del día


    En la tarde se paseaba sollozosa la sombra. Se la veía agitada, indiferente, confundida, extraviada de sí misma y de los demás.  Luego de varios kilómetros de incesante caminata, encontró un lugar donde cobijarse. Afuera la tormenta acechaba a cada segundo, y el petricor inundaba lentamente los jardines urbanos.
    Se recostó inmediatamente, no pensó en pensar, se deshizo entre figuras sin formas. Su mente se apagó, a tal punto que pidió a todos los cielos que se llevaran su vida, porque ya no había sentido para estar allí, pisando ese suelo, mirando ese cielo, tejiendo ese velo.
    Fue tan fuerte su decisión de dejar de ser, que pudo proyectar su alma y ver su cuerpo desde arriba. Se vio tan sola, triste y penosa, que sintió compasión de sí misma. Comenzó a comprender que no podía dejar de ser sombra hasta no amarse con todas las venas. Entendió que nadie podía sacarla del sitio en que ella misma se había puesto, más que ella. Creía en Dios, pero entendió que él sólo nos da si nos damos a él y sólo nos damos a él si nos damos a nosotros mismos, por entero. Entendió que la fe tiene dos caras, la fe en sí mismo y la fe en el creador. Y no estaba ella cultivando la primera. Así, se veía al espejo y se espantaba. Se acercaba a los demás y tenía miedo de hacerles daño. Y cuando daba algo bueno, sentía que también estaba haciendo mal. Hasta que terminó por convertirse completamente en sombra. Pero aquél día pudo verse desde afuera sin juicios, porque la actividad de su mente se había suspendido. Quedó durante horas en ese estado de contemplación.
   La noche pasó rugiente, con un cielo que se desarmaba en luces y truenos. Al otro día, un sol avasallante le iluminó el rostro y la despertó. Algo había cambiado, una sensación de paz se había instalado en algún recóndito lugar de su ser. Parecía una sensación muy natural, como si fuera imposible tanto construirla como definirla. Estaba allí porque era parte de ella, y siempre había estado. De pronto se miró y su color ya no era oscuro, se estaba tornando cada vez más claro. No sabía cómo iba a hacer para salir a la calle ahora y relacionarse con el mundo, ya que no era más una sombra, ¿qué nombre tendría ahora? ¿una luz? ¿una nube? ¿un gas?. Le costaba definirse, y le gustó la idea de no saber cómo hacerlo. Se sentía de hecho más libre, fuera de imposiciones preestablecidas.
    Así comenzó su nueva vida. Por momentos se volvía blanca, luego gris oscura, luego gris clara. Pero nunca más volvió a ser una sombra. Empezó a experimentar la vida entre diferentes matices, el equilibrio entre distintos estados de ánimo y de ser. Comprendió que todo aquello era ella y que mientras más aceptaba lo que le pasaba, más fácil era sobrellevarlo. Nunca más se la vio arrastrada ni perdida ni olvidada por ningún sitio. Había encontrado su lugar en el mundo, su propia luz interior.

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